Desde la óptica de María Teresa Ruiz de Catrain
fotos Robert Vásquez y Braulio Álvarez
Guiadas por los vientos, la intrepidez y valentía de los grandes conquistadores, las carabelas capitaneadas por Don Bartolomé Colón asoman a las costas del Mar Caribe y se internan, para nunca más abandonarlas, en las aguas del caudaloso Río Ozama, que al igual que ayer, con sus aguas y puertos siempre abiertos, recibe a todo aquel que quiera visitarnos.
Aquí, a fuerza de trabajo y espíritu, en el caney de la cacica Sumeca, inmortalizada por el maestro Vela Zanetti, fundaron la más hermosa y antigua ciudad del Nuevo Mundo: Santo Domingo, que enamora y apasiona a sus habitantes y todos aquellos que las visitan y la hacen su hogar.
Esta ciudad, el rio y el mar fueron testigos del nacimiento del primer mestizo del Nuevo Mundo, de sanadoras que se entregaban en cuerpo y alma al desvalido, de la llegada de piratas, mal llamados caballeros, y de murallas y monasterios que se inmolaron en bien de la sociedad.
Su fortaleza, erguida, imponente y llena de historias, guarda los más grandes y antiguos secretos de la Conquista y Colonización del Nuevo Mundo. Por allí pasaron Juan Ponce de León, Alonso de Ojeda, Diego Velázquez, Vasco Núñez de Balboa, Hernán Cortes y Francisco Pizarro, hidalgos que habrían de escribir la nueva historia de todo un continente.
Su fortaleza, erguida, imponente y llena de historias, guarda los más grandes y antiguos secretos de la Conquista y Colonización del Nuevo Mundo. Por allí pasaron Juan Ponce de León, Alonso de Ojeda, Diego Velázquez, Vasco Núñez de Balboa, Hernán Cortes y Francisco Pizarro, hidalgos que habrían de escribir la nueva historia de todo un continente.
Sus calles, rectas y empedradas, sirvieron de escenario y picardía a las Damas de la Corte de Doña María de Toledo y Alba, Primera Virreina del Nuevo Mundo, en sus paseos hacia el Palacio Virreinal de Don Diego Colón, joya de la historia y arquitectura colonial.
Sus residencias e instituciones, adornadas con escudos reales que indican la nobleza de sus habitantes, aún se exhiben en dinteles y fachadas construidas por expertos canteros europeos y la mano del noble taíno, dueños de la tierra y todas sus piedras.
Sus residencias e instituciones, adornadas con escudos reales que indican la nobleza de sus habitantes, aún se exhiben en dinteles y fachadas construidas por expertos canteros europeos y la mano del noble taíno, dueños de la tierra y todas sus piedras.
Hospitales, escuelas, universidades, catedrales, plazas, alcantarillas, alcaldías y comercios harían de esta ciudad de Santo Domingo, tan nuestra y de todos sus visitantes, una gran urbe: la verdadera hija primogénita y predilecta de España, y la madre de todas las Américas.
Sembrada de monasterios, iglesias y campanarios, Santo Domingo fue la tierra escogida por el destino para que se levante, por siempre y para siempre, la imperecedera voz de Fray Antonio Montesino, que aún clama por el respeto, la justicia y la dignidad de los taínos y toda la humanidad.
Este Santo Domingo, cuna de un Nuevo Mundo y propietario de todas las primacías, es el lugar idóneo para comprender, y luego amar, la verdadera historia de amor y, tantas veces, dolor, de Europa, África y esta América tan nuestra.